AGOSTO, 29; 2016.
El domingo desperté con la primera alerta del móvil. 6:47 am. Me levanté de la cama y bajé por las escaleras. Bebí un vaso de agua mientras miraba cómo el sol comenzaba a filtrarse por las persianas.
Salí de casa. Sentí la frescura del concreto en la banqueta. El cielo estaba despejado. Miré hacia el oriente y distinguí un tono rosado que sutilmente se desvanecía por encima de los cerros. Volví a casa. Preparé un batido y junté un puñado de nueces. Subí a los dormitorios. Mi esposa y mi pequeño dormían. Me despedí de ellos con un beso.
El cielo era completamente azul cuando llegué a las faldas del cerro. Sentí la humedad del ambiente en mis pulmones. Eran casi las siete y media cuando comencé el ascenso.
No me sorprendió el hecho de encontrarme rodeado de tantas personas. Tampoco cuando me encontré con otras que descendían, con la ropa empapada en sudor, mientras yo daba los primeros pasos sobre el sendero empredrado.
El recorrido fue más lento que de costumbre. No se trataba de una sesión de entrenamiento físico con cronómetro en mano. Por eso me concedí el tiempo necesario para observar el paisaje y para tomar fotografías.
Por cierto que no tomé todas las que quise. Después de cruzar el Mirador del Águila (para algunos el tercer descanso), la batería de la cámara se agotó. La guardé en la mochila junto con mis lamentaciones por no haber puesto a cargarla la noche anterior. Continué mi camino.
Al llegar a mi destino, un claro en la montaña, me senté sobre la hierba. El aire era más fresco y, a pesar de que alcanzaba a percibir el ruido de los camiones que circulan por el libramiento, yo me sentía lejos de la ciudad; en una sintonía alejada de lo urbano. Comí las nueces y bebí un poco de agua. Las personas se estiraban o se tomaban fotografías. Descansé unos minutos y volví por el sendero. Quería regresar pronto a casa. El domingo apenas comenzaba y era momento de recoger a la familia para salir a desayunar a un restaurante campestre, a la orilla de la carretera federal que conduce a Guadalajara.
A pesar de que he visitado el Cerro de San Juan en repetidas ocasiones a lo largo de mi vida, esta vez fue especial; fue terapéutica. Es como si a través del recorrido me reconciliara conmigo mismo por la intensa carga de trabajo y de estrés a la que me sometí semanas atrás.
Hoy las cosas están un poco más relajadas y yo, por mi parte, aprovecho estos momentos para respirar, para observar, para sentir el sendero y, por supuesto, para compartir todo esto a través de mis letras y de mi fotografía.